Los corrales de pesca son ancestrales artes de pesca que, a la manera de gigantescas trampas de piedra, conjugan los movimientos de marea de pleamar a bajamar para realizar la captura de peces y otras especies marinas que acuden al interior de los mismos tanto en busca de protección como en busca de alimento.

La pared principal se ubica sobre una base sólida lo suficientemente fuerte como para resistir todo el peso que significa esta construcción. Dicho basamento o cimentación recibe el nombre tradicional de “zapata”, pieza fundamental de la resistencia de la masa rocosa a la que soporta, y no resulta visible al igual que en el caso de cualquier otro tipo de cimiento.

Como elemento más visible y evidente de su estructura, los corrales de pesca están constituidos por una pared principal de piedra ostionera, que variará en anchura y altura, aumentando ambas conforme más alejadas de la línea de orilla se vayan encontrando, hasta alcanzar un máximo de unos dos o tres metros de anchura y unos dos metros o dos metros y medio de altura.

 

 

Esta pared está formada por piedras ostioneras, que han sido obviamente colocadas por el hombre, pero que han terminado por compactarse y afianzarse en una masa sólida por la acción natural de moluscos (especialmente ostiones) y otras especies.

Es importante que la pared, a lo largo de los varios de centenares de metros de su recorrido, mantenga siempre la misma cota en lo que se refiere a su coronamiento o zona superior, de tal manera que el corral “emerja” simultáneamente durante el movimiento de bajamar: la existencia de zona más bajas produciría efectos de corriente (succión) que ayudaría a los posibles animales encerrados (“acorralados”) a escapar hacia mar abierto. Dichas zonas más bajas reciben el nombre de “bajuras” o “bajauras”.

Para hacer posible que el agua embalsada dentro del corral siga saliendo una vez que el nivel del mar ya ha quedado por debajo de la cota más alta de la pared, ésta cuenta con cierto número de aperturas a lo largo de su recorrido, que reciben el nombre de “caños”. El número, disposición, composición y ubicación de los caños cambia de un corral a otro dependiendo de factores tales como la superficie del corral (y, por ello, de la cantidad de agua embalsada), la longitud lineal de la pared y la orientación de ésta, el movimiento natural del agua durante la vaciante, etc.

 

 

 

 

Los caños, aparte de su función específica, conllevan otro efecto simultáneo y menos positivo: hacen a la pared menos resistente en el lugar en que están practicados, al haberles retirado parte de su consistente estructura. Para paliar esta eventualidad los caños están flanqueados, en la cara interior de la pared del corral, por unos elementos de refuerzo que reciben el nombre de “estribos”.

La función de los estribos es doble: durante el movimiento de vaciante procuran dirigir el agua saliente directamente hacia la apertura del caño, de tal manera que incidan lo menos posible sobre la estructura de la pared, evitando que esta se resienta de tal presión; durante el movimiento de creciente hacen las veces de contrafuertes que incrementan la resistencia del corral en estos puntos contra fuerza de la marea que crece hacia la pleamar y contra el embate de las olas.

 

 

La explicación de que el agua pueda seguir saliendo por los caños sin permitir la fuga de los animales acorralados se encuentra en la existencia de los “zarzos”. Antiguamente los zarzos estaban confeccionados a base de sarmientos (las ramas resultantes tras la poda de las vides) entrelazados. No obstante, este material se degrada con gran facilidad, lo que hacía necesario repetir frecuentemente el tedioso trabajo de volver a construirlos e instalarlos. Por ello, con el tiempo se ha pasado a la utilización de elementos metálicos que, aunque también son nombrados por el nombre de sus antecesores, son más frecuentemente llamados “rejillas”.

 

 

De acuerdo con la larga extensión de su pared, un corral de pesca abarca una gran superficie de terreno (entre 40.000 m2 y 70.000 m2), por lo que ha de ser dividida en sectores menores de manera que resulte posible la pesca en ellos. Las subdivisiones menores se efectúan con paredes de mucha menor entidad y que reciben el nombre tradicional de “atajos”.

 

 

Los atajos, así pues, conforman las subdivisiones “artificiales” internas del corral, que recibirán dos nombres distintos:

  • “Piélago” o “cuartelillo”: cuando en la subdivisión de que se trate aún quede encerrada una masa de agua.
  • “Sequero”: cuando la subdivisión no encierre masa de agua o esta sea de muy poca profundidad.

 

 

Por la propia orografía del corral, no obstante, en la bajamar pueden quedar espacios naturales de confines limitados en cuanto a la masa de agua que encierran. Estos espacios reciben el nombre de “lagunas”, cuando son someras en cuanto a su profundidad, u “hoyos”, si el volumen de agua encerrada cuenta con una profundidad de consideración.

 

 

Como curiosidad es posible señalar que muchos de los piélagos o cuartelillos, sequeros y hoyos de los corrales tienen nombres para facilitar su localización dentro del corral o como referencia geográfica (“laguna de tierra”, “hoyo del rincón”, etc.).

En el interior tanto de los piélagos o cuartelillos como de las lagunas se suelen instalar falsos refugios para atraer a su interior a las especies encerradas, y que en realidad facilitan su captura por el catador y el pescador a pie o mariscador tradicional, y que reciben el nombre de “jarife”: una simple losa de piedra sostenida horizontalmente por otras piedras que actúan como soportes de la primera. Precisamente de esta simple construcción ha tomado su nombre nuestra Asociación.

 

 

 

 Obviamente, en determinados piélagos han quedado otros refugios de piedra de origen natural y que también atraen a las especies por la capacidad de protección que ofrecen. Estos reciben el nombre de “solapas”.

 

 

Expuesto de este modo un corral de pesca o corral de pesquería parece (y lo es) un sistema sencillo de pesca... salvo en lo que a la necesidad de su mantenimiento permanente se trata, pues del fallo de cualquiera de estos elementos antes indicados (y teniendo en cuenta la gran extensión del corral, el limitado tiempo para los trabajos de mantenimiento durante la bajamar y la dureza de transportar, manipular y colocar las piedras) se derivaría que la posterior “cata” fuera muy difícil o, incluso, imposible.